Empezaré este artículo siendo muy directo. El problema no es que no tengas propósito. El problema es que no te da tiempo ni a escucharlo. Sí, como lo lees: no es que no tengas, es que está hablando bajito… y tú llevas los cascos puestos con el volumen del mundo a tope.
Entre reuniones, notificaciones y listas de tareas, ¿cuándo fue la última vez que te paraste a escuchar-TE? No al gurú de turno. A ti.
Hace tiempo me crucé con un chico que me decía que no sabía cuál era su propósito. “No tengo ni idea de cuál es mi ikigai”, me dijo mientras le daba vueltas a su café, mirando al horizonte. “¿Y cómo encontrar mi propósito?”, me preguntó, como quien lanza una botella al mar. Yo no le respondí con frases filosóficas ni con gráficos de círculos de colores. Le pregunté: “¿Cuándo fue la última vez que te sentiste vivo de verdad? ¿Qué hacías en ese momento?”
Se quedó callado. Le costaba recordarlo.
No me extraña. Vivimos a un ritmo que nos desconecta tanto del cuerpo, del entorno y de nosotros mismos, que en esa “vida anti-natural”, nos cuesta hasta recordar lo que nos daba alegría. Así, encontrar mi propósito suena más a misión imposible que a camino natural. Pero eso no significa que no lo tengas. Significa que hay demasiado ruido encima. Y muchas veces, ese ruido viene precisamente… de nuestro trabajo.
Yo lo viví en carne propia. A mí me gustaba mi trabajo. Me encantaba, de hecho. Pero había días en que me levantaba con ganas de salir corriendo. Había perdido el vínculo con lo que hacía, con el para qué. Me despertaba cansado, pasaba consulta como un robot y al final del día solo quería encerrarme a oscuras. Mi propósito seguía ahí dentro, claro, pero sepultado bajo listas de tareas, notificaciones, reuniones y el bendito “ya que estás, ¿puedes encargarte también de esto?”.
De nuevo, no es que no tengas ikigai. Es que lo tienes atrapado.
Pan con tomate, campo abierto y sentido de vida
A veces pensamos que encontrar mi propósito tiene que ser algo épico: cambiar el mundo, montar una ONG en Tanzania o fundar una startup que revolucione la neurociencia. Pero el ikigai japonés (ese “motivo para levantarte cada mañana”) no tiene nada que ver con eso. Puede estar en algo tan sencillo como preparar pan con tomate un domingo para tu familia y verles disfrutar. O cuidar con mimo un huerto urbano. O escribir, aunque no te lea ni el gato.
👉 Si este tipo de reflexiones te resuenan y te ayudan a mirar la vida con otros ojos, te puedes apuntar gratis a mi newsletter diaria aquí. Cada mañana comparto una historia real o una idea sencilla para vivir con más sentido (y menos ruido).
Recuerdo un día en el valle donde ahora vivo. No tenía grandes planes. Me fui a caminar por la ribera del río con la mochila medio vacía y un trozo de pan y un tomate. Me senté en una piedra, con los pies en el agua, y pensé: esto también es vivir con sentido. No hacía falta que estuviera dando una charla, ni ayudando a cien personas a la vez. Bastaba con sentirme presente y conectado.
El ikigai no lo encuentras tú. Es algo que te encuentra, si le dejas espacio. No hay otra manera.
Y muchas veces, lo más cerca que estamos de él es cuando se nos pasa el tiempo volando haciendo algo que nos llena, aunque no tenga etiqueta profesional. Aunque no dé dinero. Aunque no se pueda poner en LinkedIn.
Si tú estás ahora mismo en un trabajo que te desconecta, que te drena, que te hace dudar de tu valor… no significa que estés perdido. Significa que quizá ha llegado el momento de parar, aunque sea un momento, y preguntar: ¿qué cosas pequeñas me dan sentido? ¿Cuándo me siento vivo? ¿Dónde late mi alegría?
Puede que no cambies de trabajo mañana, pero puedes empezar a reconectar con lo que sí te da sentido. Y desde ahí, construir. Paso a paso. Pan con tomate a pan con tomate.
Cuídate mucho y disfruta de la vida.